martes, 8 de noviembre de 2016

Saga Sanctus Reach - Capítulo 4: ¡Los Orkos contraatacan!



La sangrienta y despiadada batalla por Alaric Prime ha comenzado y las fuerzas de vanguardia imperiales se enfrentan a los Orkos que defienden el vergel en el que han convertido Alaric Prime. Dispuestos a acabar con toda aquella maravilla natural, el Imperio lanza a sus más poderosas armas de vanguardia... ¿podrán los Orkos hacerles frente?

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A pesar de prepararse intensamente, los defensores de las fuerzas Orkas estaban recuperándose de la intensidad del ataque imperial; los muy puercos estaba escupiendo por doquier, quemando materiales contaminantes y a veces apedreando gatos, lo que aturdía al frente pielverde. Los nobles de todas las delegaciones ciudadanas Orkas se adentraron en la refriega a bordo de sus kamiones híbridos decididos a demostrar su temple en combate. En enfrentaron a la horma de su zapato cuando los imperiales revelaron un arma secreta de su invención...los Caballeros Imperiales.

El suelo tembló cuando de las naves imperiales surgieron gigantescas efigies de metal, con sus armas gruñendo y las juntas rechinando y estremeciéndose mientras avanzaban contra la horda Orka. En conjunto los Caballeros Imperiales llegaban al dúo, pues no había dado tiempo a arrejuntar más, y eran caros de obtener, aparte del combustible que consumían, que era excesivo, se cree que un solo Caballero podía consumir el mismo combustible que un poblado Orko entero en una semana en solo una batalla. Los cañones de batalla de fuego rápido resonaron, cada explosión provocada era seguida rápidamente por la siguiente creando una escena dantesca de muerte y explosiones. Los Orkos eran volados en pedazos y sus restos alfombraban los alrededores de aquellas aberraciones gigantescas, como una especie de alfombra de carne verde y salpicaduras negras y rojas.

Las oleadas de Orkos que se abrían paso hacia ellos se desparramaban en todas direcciones debido a las explosiones. Gigantescos chorros de sangre carmesí llenaban el aire como fuegos artificiales allí donde los disparos impactaban. En lo alto, dentro de sus cabinas en sus Caballeros, los nobles imperiales jadeaban como lobos en plena caza, uno de ellos incluso tenía una erección, de la emoción por supuesto. En lo alto de los muros de sus fortalezas, los emporrados pielesverdes observaban la situación atentamente, o eso creían, flipando en colores comiendo palomitas, mientras que sus altavoces ordenaban los repliegues y contracargas de los guerreros verdes defensores de Alaric Prime. Los Caballeros seguían erradicando decenas y decenas de xenos, así como iban pisando sus jardines de gramíneas mientras algunos misiles perdidos de los Orkos impactaban contra sus escudos de iones o rebotaban contra las gruesas placas de blindaje sin provocarles daño real alguno, como iba siendo habitual en todo lo que llevamos relatado en este libro.

Los gigantescos yelmos de los caballeros giraban a izquierda y derecha, buscando los tótems y estandartes enemigos que indicaban la presencia de sus líderes para después bombardearlos una y otra vez. Tras su estela llegaron las escuadras de soldados de la Guardia Imperial, con sus cabezas cubiertas por cascos especiales para poder ver mientras tosían con fuerza debido a la cantidad de polución que los Caballeros iban dejando a su paso; intentaban disparar de vez en cuando a los Orkos pero con aquella polvarera, lo habitual era que dispararan a miembros de escuadras amigas, ya que apentas distinguían formas en aquella locura de batalla. Trabajando como uno solo, los Caballeros fueron aniquilando sistemáticamente a los Orkos hasta abrirse paso hacia el corazón de la inmensa horda pielverde. Un rastro de ennegrecida y humeante destrucción se extendía tras ellos mientras aplastaban, reventaban y aniquilaban a todo lo que se cruzaba en su camino hasta el corazón de la horda, cosa que cabreaba todavía más a los Orkos; sus ornamentadas casas hechas al completo de maderas ecológicas y sus preciosos caminos rodeados de flores estaban siendo destruidos. Las fuerzas imperiales no se habían dignado ni siquiera a un debate previo ni habían impuesto condiciones, simplemente habían llegado y acabado con todo a su paso, y eso es algo que los pielesverdes ya no podían tolerar; algunos lloraban por sus gramíneas aplastadas, otros por sus hermosos rosales ennegrecidos... su sed de sangre estaba despertando. Los Orkos empezaron entonces a responder al ataque, lentamente al principio, pero aumentaba a cada minuto que pasaba. Los pielesverdes fluyeron como el agua hacia los Caballeros, después empezaron a meterse entre ellos y a rodearlos, aislándolos por completo de sus aliados cadianos y empezaron a concentrar sus disparos en los flancos y la retaguardia de sus máquinas de guerra.

Las órdenes gritadas por Stein a través de sus voco-transmisores crepitaban en los coros de comunicación de cada noble. Una orden tras otra eran silenciadas por los Caballeros. Era su hora de matar y se había acercado demasiado a la garganta de su enemigo como para retroceder ahora. Las gigantescas máquinas de guerra se adentraron en lo más profundo de la horda, con sus escudos de iones configurados para proteger su retaguardia. Las espadas sierras segadoras aplastaban sin contemplaciones a los destartalados andadores Orkos hasta convertirlos en chatarra, toda ella reutilizable, ya que estos mismos blindados habían sido obtenidos gracias a inmensos paseos gritando "chatarreroooo" por lo que su destrucción apenas tenía impacto. Muchos pielesverdes empezaron a retirarse en desbandada cuando más y más proyectiles de cañón de batalla y de fusión impactaban entre sus filas. Los Caballeros habían llegado hasta las lindes de la mayor de las fortalezas de los Orkos, pero su verdadero objetivo, el propio Grukk, no se encontraba por ningún lado. Las máquinas de guerra fueron rodeadas y su descarado desafío a la hueste xenos iba a ser respondido con fuerza.



Rolundus Velemestrin, piloto del Caballero de vanguardia, pudo oír la sangre golpeando en sus oídos cuando se adentró en la aparatosa fortaleza en su armadura de Caballero, apodada el Guantelete. Atrapado entre tuberías y cables en el interior de su Trono Mechanicum, se giró hacia los Orkos a sus pies, haciendo que su punto de vista le hiciera sentirse como un dios vengador, un señor supremo de la destrucción, contaminante y arrogante. Mientras se aproximaba a la horda envió un neuropensamiento silencioso al gatillo de su ametralladora pesada, haciendo que esta resonara con fuerza en su vuelta a la vida, con sus rápidas explosiones acalladas por las placas visuales del yelmo de Caballero. Fuera de la nave, entre el humo y la sangre, los Orkos estaban siendo sacrificados a cientos, ya que en vez de armas iban lanzando flores y gritando consignas, pero el imperio era implacable; implacable como el paso del tiempo o la risa cuando alguien tropieza de forma graciosa; muchos de ellos muriendo entre gritos mientras eran aplastados por los gigantescos pies de los Caballeros. Otros eran abatidos por las balas de gran calibre de las ametralladoras pesadas, con sus pequeñas armas de fuego disparando inútilmente contra la armadura de la máquina de guerra; verdaderamente... hasta llegaban a dar lástima, pues no tenían forma alguna de oponerse al poder del Imperio; en algunos casos los Orkos intentaban formar cadenas humanas pensando que eso detendría a sus enemigos pero, estos los aplastaron sin dudar y con saña. El parpadeo ámbar constante en su cuadro de mandos indicaban la disminución de munición de ametralladora pesada y las líneas de luz fantasmagórica que se encargaban de guiar a las armas para poder apuntar a sus objetivos. Solo cuando la sombra de la rojiza fortaleza se alzaba sobre él fue capaz de hacer un auténtico balance de cómo estaba yendo la batalla y como esta era mayor de lo que esperaba. Observó a través de sus placas visuales, entre las runas superpuestas y la información neuronal que iba inundando su cerebro: sus augures estaban identificando a guerreros alienígenas con armamento pesado acercándose desde todas direcciones. Líderes bestiales empujaban a los guerreros menores para que mantuvieran el fuego constante sobre el camarada Caballero de Rolundus, acercándose a este desde detrás. Rolundus apretó el gatillo de su cañón de batalla con un impulso brutal para girar y disparar, con sus proyectiles desgarrando una peña tras otra de Orkos en rápida sucesión.

De repente, el noble retrocedió en un estado de shock cuando del humo surgió una gigantesca pinza metálica que golpeó las placas visuales del Caballero. Rolundus contempló con horror como una grieta se mostraba ante él en su cuadro de mandos, haciéndose más y más amplia con dolorosa lentitud como una tela de araña. El humo aceitoso y el espeso olor de la sangre se filtraron al interior de su máquina de guerra, pues el climatizador interno había tenido a Rolundus apartado de aquel aire plebeyo; Rolundus tosió con fuerza, sorbió haciendo un asqueroso ruido característico y escupió un flemazo a un lado, que fuera noble no le impidió ser ordinario. Una inmensa máquina Orka acaparó por completo lo que mostraban sus placas visuales, con su estruendoso brazo sierra alzada para golpear. Entonces su mundo explotó en una luz multicolor y el sonido de una gran flatulencia, y con una deflagración Rolundus Velemestrin dejó de existir.



LA LLEGADA DE GRUKK
El aire estaba saturado con el ensordecedor sonido del metal torturado mientras un lateral completo de la fortaleza destartalada de los Orkos empezó a ceder y caer. Un bloque de hierro oxidado más grande que un bloque de habitaciones de una ciudad colmena se desplomó, ocultando el sol a todos los soldados que se hallaban demasiado cerca de allí. El caballero de rayas anaranjadas que restaba retrocedió mientras iba pisando a más y más Orkos mientras se reía con sorna: "uy, chicos, no sé donde pongo los pies, uy, uyyy, otra peñita menos". El Caballero sin embargo no estaba muy ágil y, paralizado por culpa de los sopletes de una horda de chapuzaz pielesverdes, pudo hacer poco más que disparar el cañón de batalla hacia las alturas en un intento de detener la placa de inmenso tonelaje que se cernía sobre él mientras pisoteaba Orkos lentamente.

La preciada armadura de Caballero fue aplastada como una lata de comida vacía bajo el pisotón de una bota. La explosión provocada por la detonación del Caballero fue acallada por el inmenso impacto del flanco de la fortaleza contra el suelo, provocando un temblor y onda de impacto tremendos, sacudiendo a los soldados, acojonando a los gretchins y haciendo que el peinado lejano de Stein se revolviera. Una tormenta de polvo y partículas de hierro atravesaron todo el campo de batalla, cegando a los pielesverdes y a los cadianos. Como uno solo, los Orkos rugieron de aprobación, golpeándose el pecho y abrazándose al grito de "Kampeooonez, Kampeooonez" frente a los aturdidos invasores, que aprovecharon la oportunidad de cargarles ahora que estaban despistados. Con sus objetivos ocultos por la tormenta de arena, las descargas de los cadianos erraron sus blancos, mataban a sus propios camaradas o les hacían disparar a objetivos inexistentes. Y así, la marea verde que a duras penas estaba siendo mantenida a raya irrumpió entre las fuerzas imperiales como un río lo hace cuando revienta una presa.

A esa distancia era cuando los Orkos eran más letales, pues que te expongan cara a cara lo mal que tratas al medio ambiente es duro y ya si encima te aporrean hasta convencerte, más. Privados del apoyo de su armamento pesado para apoyarles, pelotones y pelotones del Astra Militarum fueron concienciados y moralmente castigados por la carga xenos. Tribus de pielesverdes bárbaros y maniáticos de la jardinería empezaron a aporrear con pancartas y a hundir herramientas de podar en las caras de sus aturdidos enemigos humanos, que no hacían más que peerse y contestar con groserías. Una orgía de violencia sin parangón se extendió por doquier y las bayonetas de los cadianos apenas daban a basto para ralentizar a los temibles monstruos que rugían y mordían a todo lo que se cruzaba a su paso. En cuestión de un minuto la vanguardia Orka había destrozado ampliamente el frente cadiano. Cuerpos destrozados y armamento pesado ahora silenciado era arrojado contra los demás pelotones a modo de desafío antes de que una nueva carga se produjera, al grito de "¡La mierda al váter!" y "¡Los metales al punto limpio!"



A los lados de la fortaleza de los Orkos, las nubes de humo ocre empezaban a aclararse, los purificadores de aire empezaron a trabajar. Los cadianos supervivientes quedaron horrorizados cuando la cortina de polvo se desvaneció, mostrándoles una dantesca imagen de reciclaje de los restos en la fortaleza. Tambaleándose hacia el exterior de la fortaleza desvencijada se alzaba una especie de vehículo madedero hecho de metal, con su titánica y beligerante apariencia de cangrejo aserrador sostenida por cinco pares de ruedas, impulsado por biocombustibles y cubiertos de sellos de homologación ecológica. La máquina era tan enorme que los Caballeros destrozados a su alrededor parecieran pequeños mutantes destrozados frente a un gigantesco camión de juguete con pinzas serradas. Uno de los brazos del blindado, con un cañón acoplado más alto que una secuoya, disparó al cielo, desafiante. Los soldados se quedaron impresionados al ver que lo que provocó fue una lluvia de semillas de diversas plantas de cultivo; entonces los altavoces del vehículo rechinaron y un rugir recorrió el campo de batalla; "¡vuestros cadáveres servirán de abono para nuestras semillas!" proclamaba. Como uno solo, todo los Leman Russ cercanos viraron sus armas y abrieron fuego contra él. De la explosión resultante una lluvia de semillas cubrió un kilómetro a la redonda, plagando el terreno y cubriendo los cadáveres como si de barritas crocantis se tratara.

Cuando el humo se dispersó de nuevo, se pudo observar a Grukk en la distancia, cayendo en paracaídas sobre uno de sus blindados. Estos humanos eran unos rencorosos, pero recibirían su merecido.

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